Por fin culminábamos una ruta que se resistía una y otra vez, dado que la programación con los sábados libres coincidía irremisiblemente con nefastas previsiones meteorológicas. Este mes, por fin, conseguíamos poner rueda en el Pico Bartolo.
Una vez más echamos mano de una de las rutas de Alfonso Pitarque al que le agradecemos todos y cada uno de los recorridos que nos pone en bandeja.
Iniciábamos ruta desde el parking de La Pobla Tornesa, un tranquilo pueblecito de la Plana Alta cuyas envidiables vistas a las montañas son un deleite para cualquier persona.
Hace escasamente un mes pasábamos por aquí camino de Vistabella y poníamos el ojo en la cumbre del Monte Bartolo desde la CV 10, hoy desde el parking del pueblo, y mientras hacíamos los estiramientos de rigor, veíamos nuestro objetivo allá arriba, cimentado sobre un enorme pinar que cubre toda la falda norte de la montaña.
Salimos del pueblo para cruzar bajo la autovía y coger la pista que se adentra en la pinada. Enseguida el terreno pica hacia arriba, de forma suave pero constante. La gravilla suelta se torna en pequeñas trampas que intentan aprisionar las ruedas y nos exige un esfuerzo extra para rodar sobre esta superficie movediza.
El sol que castiga ya de buena mañana desde lo alto no nos lo pone fácil tampoco, y el sudor se nos escapa de los poros como pequeños ríos de agua salada en el que los ojos serán los mayores damnificados. Vamos buscando los pasos bajo las sombras de los pinos para obtener una inexistente protección solar, pero la batalla mental la ganamos en cada sombra del camino que al menos en este primer tramo de subidas son generosas. Las fotos tardan en llegar más de lo deseado, ya que la posición del Sol eclipsa toda posibilidad de captar algo con la “nikoleta”, aún así lo vamos intentando. Seguimos subiendo a ritmo, controlando las pulsaciones, la respiración y la cadencia. Vemos grupos de bikers bajar mientras nosotros subimos, siempre la misma historia.Estamos fascinados con una pinada que al menos yo no esperaba para nada tan exuberante y abundante como es. El nombre de “Desierto de las Palmas” no es porque esto fuera o sea un desierto propiamente dicho, la denominación se debe a la histórica denominación de los monasterios carmelitas, que buscaban lugares aislados y solitarios en sus retiros espirituales y que encontraron aquí, y las palmas son las palmeras y palmitos endémicos de la zona, que dan el nombre de este emblemático parque natural, aunque hasta el momento no hemos visto ninguna palmera (que no palmitos), y veremos pocas en toda esta vertiente, pero eso cambiará en la parte orientada al mar. Seguimos pedaleando sin aparente esfuerzo y con ello vamos ganando altura, aunque el ascenso nos ofrece de momento poca o más bien mala visión en un día caluroso marcado por la calima, y que poco a poco va cerrando el cielo poniendo una vaporosa protección entre nosotros y los rayos solares. Y como no hay mal que por bien no venga, esta circunstancia nos alivia a la par que nos anima a seguir subiendo.
Llegamos al llano, al Coll de la Mola, y con él al final de esta primera parte de la subida. Un pequeño descenso nos llevará al desvío a la izquierda que retomará la subida hacia el pico Bartolo, cuyo pico vemos de frente a la subida, inconfundible con su mar de antenas que afean sobremanera la silueta de la grandiosa montaña. Hacemos varias paradas para admirar el paisaje cercano, un laberinto de caminos que ondulan y se retuercen con la montaña, salvando los barrancos y desniveles que dicta la rojiza roca de esta cordillera. Encaramos una zona de terreno descarnado como si nos quisiera recordar que esto es rodeno, que la meteorización de la piedra aquí hace estragos y que si quieres subir lo tienes que pagar a golpe de riñón en cada pedalada. No es un tramo ni muy largo ni demasiado exigente, solo lo justito para recordar quien manda aquí. Tras una curva llegamos al asfalto, a la carretera que sube hasta la cima y desde donde obtenemos la primera visión del monasterio justo debajo de nosotros. Un edificio enorme de tejados a diferentes alturas que aún magnifica más la moderna construcción, a su izquierda el antiguo monasterio conserva las paredes y poco más de lo que fue la primitiva ubicación de la orden monástica allá por 1697, casi 100 años después las intensas lluvias y posteriores corrimientos de tierra obligaron a sus moradores al traslado a su actual emplazamiento. Entre ambos se levanta un restaurante y un parking para dar cabida al creciente negocio del turismo, una gran fuente de ingresos que se empeña en cambiar el “desierto” por masificación sin espacio para el silencio y la meditación; aquí prima el griterío y el ruido de coches o móviles, de Tweets que destruyen la privacidad y el anonimato y que nos convierten a todos en “paparazzis” del momento; quizá no esté tan alejado de lo que es este blog, o quizá sea radicalmente distinta la forma de vivir una experiencia para luego contarla. Sea como sea, la postal que tenemos ante nosotros es digna de contemplación. Más a la izquierda las Agujas de Santa Águeda elevan sus escarpadas cumbres rojizas en forma de picos de sierra o dientes de tiburón como me recuerdan a mí.
La vista se clava inevitablemente en la cumbre de la montaña que tenemos que subir y en la enorme cruz que se alza pegada a la carretera que sube, así que allá que vamos.
Aquí la pendiente no da tregua y sube un grado por cada pedalada que damos, o al menos eso nos parece. Todo bloqueado y todo metido, ya no podemos desmultiplicar más la pedalada, ya no tenemos más ayuda artificial, aquí es la montaña contra nuestras fuerzas. El barranco a nuestra derecha es tremendo y marca en nuestras retinas un precioso paisaje de montaña y de mar. Llegamos por fin a la cruz; inmensa y colosal se eleva como queriendo tocar el cielo, el símbolo y el mismo fin casi unidos.
Unas cuantas fotos después encaramos la última rampa al más puro estilo Montdúver. Pedaleamos sentados, volcando el peso en la rueda delantera y pedaleando para ganar una cumbre más, otro pico que marcar en el sillín, o en nuestras tibias como bien recordamos cuando miramos nuestras piernas. Esperamos a que el grupo de bikers que hay arriba nos deje sitio en la sombra donde poder almorzar y reponer fuerzas. Lo haremos disfrutando como siempre de la cerveza aún fresquita y de la brisa que se mueve por esta altitud. El tránsito de bikers y senderistas es constante por esta cumbre, por lo que vemos el respeto por el entorno también, cosa que nos alegra sobremanera.
La ermita de San Miguel se levanta entre las antenas y los edificios que albergan mil y un aparatos y parabólicas, el vértice geodésico está sobre una columna de varios metros de altura y, una de las más altas que hemos visto, la escalinata de hierro podrido no aconseja encaramarse a lo alto, así que, una foto desde abajo y la piedra verticial serán todo el recuerdo de esta señal. Tras el almuerzo (hoy no hay café), nos disponemos a bajar desbloqueando las suspensiones y advirtiéndonos del peligro de este descomunal desnivel. La rampa nos engulle obligándonos a tirar de freno con urgencia y potencia. Aun así es difícil sujetar la bici y nosotros somos como muñecos zarandeados por fuerzas que ni siquiera vemos, los vierte aguas nos hacen saltar sobre el cementado firme con el típico ruido de frenado trasero, luego una cerrada curva a la derecha y volvemos a la tierra roja que pronto marcará el final de este tramo de bajada y nos encaminará hacia el desvío que sube al observatorio forestal. Otra rampa de cemento para subir esta tachuela, vistas similares que sin embargo nos hará ver el desnivel que hemos bajado en pocos metros y sobre todo nos permite ver el enredo de antenas y artilugios varios que como hemos comentado, atestan y envilecen la cumbre de la montaña. Queremos poner tierra de por medio lo antes posible y para ello nada mejor que una bajada descomunal como la que tenemos por delante hasta la ermita de Les Santes. Llegamos al cruce y lo tomamos a la derecha para continuar con la bajada. La ladera se desploma a nuestra derecha hasta el valle que nos separa de la cordillera de las Agujas de Santa Águeda, el camino se pega casi a la cresta de la montaña y baja rápido pero sin desniveles portentosos. El firme mejora y nos da seguridad para alcanzar buenas velocidades. Tenemos que rodear todo el barranco y llegar a la cresta de la Sufera, una montaña con una muesca característica que nos permitirá ver después unas curiosas formaciones rocosas que hemos bautizado como “dados” por su similitud con esta figura geométrica de seis caras. Desde allí tendremos buena vista sobre las Agujas y después iniciaremos otro tramo de bajada hacia Les Santes.
Volvemos a la parte norte de la sierra y por lo tanto, volvemos a internarnos en el bosque. La pendiente de este lado es más pronunciada y en alguna curva las bicis se negarán a parar con la celeridad que se les exige, y habrá que meterles freno “de valent” para que entren en razón. Pino rodeno en su gran mayoría aunque también hemos podido ver algunas carrascas y otras especies en el enclave de la ermita. Llegamos al paraje de la ermita y nos quedamos atónitos ante la serena belleza del conjunto arquitectónico rematado por la cubierta vegetal que da sombra y refresca el ambiente; la fuente y las balsas ayudan a ello y enfatizan el pintoresco entorno. Este ermitorio está enclavado en el barranco del mismo nombre, y fue construido como lugar de culto y peregrinaje consagrado a les santes Llúcia y Àgueda en la misma época en que Galileo construía su primer telescopio a principios del siglo XVII.
Tras la visita a tan encantador lugar, recargamos las mochilas de agua fresca de la fuente y emprendemos el último tramo de bajada ya por asfalto. Llegamos a la carretera de Cabanes a Oropesa y giramos a la derecha en suave descenso, un poco después salimos a la derecha por la carreterita del fondo del valle, junto al barranco de Miravet, entre las dos sierras: Las Agujas a nuestra izquierda y la Serra de Les Santes a la derecha. Remontamos el barranco y el camino.
El Sol finalmente ha vencido a la bruma y castiga de lo lindo, el descenso de la velocidad en las zonas donde asciende el camino ralentiza el paso del viento sobre nuestra acalorada piel y no refrigeramos al ritmo que nos gustaría, consecuencia por la que el calor es un lastre más que arrastrar cuesta arriba, y para algunos es el lastre más pesado. Toda esta zona es la que alberga mayor cantidad de palmito junto al camino. La font Tallada será un oasis en medio del desierto, y nunca mejor dicho. Las fotos de las formaciones rocosas a nuestra izquierda se suceden y llenan memoria digital a pasos agigantados. El tramo final de este camino es una larga recta casi abovedada de vegetación que nos deja en la carretera que sube desde Benicassim, la CV 147. Giro a la derecha y seguimos subiendo. Volvemos a ver el monasterio en la ladera de enfrente por encima de nosotros. Llegamos a un mirador que nos regala bonitas vistas sobre el mar, el pico Bartolo, el monasterio y el castillo de Montornés. Luego llegaremos a la parte donde se agrupan la mayoría de las ermitas de la zona, lástima que estén no solo cerradas sino valladas y no se puedan visitar, al menos por fuera para ver la arquitectura de las mismas, pero con la barbarie que nos invade no es de extrañar. Tan solo la de San José al pie de la carretera permite tal vista. Hay allí una fuente y zona de sombra donde poder descansar un rato. Más adelante un mirador se abre como balcón al mar. La difusa costa se desdibuja por la bruma y el Mediterráneo se adivina inmenso tras el blanquecino velo. Me permito una corrección: ni difusa, ni costa. Las siluetas de los edificios, casi rascacielos, se recortan perfectamente en silueta como almenas de castillos contra la mancha de agua y apenas deja ver la arena de las playas ni la línea de costa, reventando así el incalculable patrimonio de todos vendido al mejor postor en esta subasta inmobiliaria que azota la costa mediterránea desde que se descubrió el lucrativo negocio del turismo. Este es, como no, el momento protesta de hoy. Tú sigue vendiendo que nosotros seguiremos protestando, que para lo que nos va a servir…
Llegamos al monasterio y nos adentramos, en silencio, respetando al máximo el lugar de oración y centro espiritual en el que nos encontramos, por la verja para llegar, entre las estaciones de penitencia, a la entrada del monasterio. Un par de grandes paneles cuentan resumidamente la historia del lugar a sus visitantes, los fotografiaremos para leerlos en casa con calma. Poco más que visitar ya que está cerrado y ni se nos ocurre llamar. Volvemos atrás para ir hasta el restaurante y buscar un sitio donde comer. Encontramos un mirador bajo la pinada al fondo del parking que cumple perfectamente la función deseada.
Comeremos resguardados por la sombra de la pinada y con el telón de fondo del mar. Benicassim asoma entre las montañas que lo enmarcan, curiosamente, o no tanto para nosotros, la cámara de fotos ha ido rodando de mano en mano pero nadie le ha hecho ni una foto al bosque de columnas de hormigón y acero. Nos llama la atención la carretera que sube y serpentea por la montaña y que conserva grupos de pinos aquí y allá que milagrosamente se salvaron de los incendios que periódicamente asolan esta sierra. Si pasáramos aquí la noche, mañana podríamos ver desde este lugar privilegiado el campeonato de España de ciclismo en ruta, con los Contador, Samu Sánchez, Luis León, etc. entre otros, pero su lugar intentaremos emularlos en una pequeña parte de la bajada.
El ansiado café después de comer lo dejamos para mejor ocasión; el griterío procedente del bar a poco menos de un centenar de metros de donde estamos es tan atronador que nos quita las ganas de cafeína y decidimos continuar la ruta sin más dilación intentando huir de tan mundanal sonido.
Reenganchamos con la carretera y giramos a la izquierda para volver a pasar por delante del monasterio. Seguimos viaje y comenzamos una bajada rápida y segura por asfalto, sin coches a estas horas del mediodía que nos supongan riesgo alguno. Pronto nos desviamos hacia un camino a la derecha que se divide y volvemos a coger, como no, el que sube. Un camino cuyo firme de grava gruesa y suelta dificulta sobremanera la tarea de pedalear y mantener el equilibrio. Nos lo tomamos con calma pues aún nos asoman migas del bocata por la comisura de los labios. Bebemos cada pocas pedaladas para intentar refrescarnos del sofocante calor, pero automáticamente sudamos lo que bebemos. Así llegamos a una sombra con una visión increíble del castillo de Montornés, más que la vista lo que realmente nos obliga a parar es el descenso térmico que encontramos en esa sombra. Pasa hacia arriba un todo terreno “de mantenimiento” y ¡olé sus “güevos”! si pudiera ir más rápido seguro que lo haría; la polvareda y las piedras que despida o si se lleva a alguien por delante en una curva da igual, seguramente será un senderista o una bici y como son más pequeños que él… es lo que debe pensar su bárbaro conductor.
Esperamos un poco mientras se asienta la polvareda y aprovechando el parón. Oteamos a lo lejos en busca del planetario de Castellón, intentamos ubicarnos e incluso creemos localizar nuestro objetivo. Vale, aceptaremos “ese edificio blanco detrás del parque” como planetario de Castellón. Volvemos a pedalear con la mirada puesta en la siguiente sombra, y luego en la otra de más allá. El reto es llegar a la siguiente sombra y pasar bajo ella, y así hasta el final de la subida que vemos lejos, muy lejos allá arriba.
A estas horas, ni los pájaros se atreven a sobrevolar la zona con la que está cayendo, y en fila india buscamos la mejor trazada por dónde meter la rueda y avanzar, momento en el que la pantalla del GPS nos muestra la trazada del camino de ida, eso significa que ya cerramos el círculo y por lo tanto que la subida se acaba y enlazaremos con el camino de bajada. Con ese único pensamiento en nuestros cerebros, coronamos la ladera sur y llegamos al Coll de la Mola, donde paramos bajo una sombra a cambiar sensaciones de esta terriblemente calurosa subida.
Solo nos quedará bajar, eso si, con precaución por la gravilla del firme pero exigiéndole un puntito de emoción al camino, (que menos) eso sí rezando de que no vuelva el loco del coche. Cogemos inercia y nos dejamos ir adoptando una posición aerodinámica sobre la bici, cargando peso en la rueda delantera para darle impulso. Pronto tenemos que empezar a actuar sobre los frenos pues la velocidad se eleva conforme descendemos. Golpes de cadera para recolocar la bici por su sitio y apuradas de frenada para no entrar locos en las trampas de grava del camino que nos imposibilitaría controlar la bici a la velocidad que bajamos. Curva a curva nos acabamos la bajada y sabemos que esto toca a su fin. Nos adentramos en el pueblo por el mismo túnel por el que salimos y llegamos al coche para juntar las manos como de costumbre al final de otra ruta memorable escrita a fuego en nuestra piel y que será digna de recuerdo, pero por si acaso aquí quedará esta crónica y las fotos, como un banco de recuerdos para decirnos que un día estuvimos allí. Hasta la próxima.
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